Un domingo, mientras comíamos el asado de rigor del mediodía, mi padre
nos preguntó si nos gustaría mudarnos a un barrio más elegante. Era tan banal
lo que decía que nos sorprendió; revelaba un aspecto desconocido de su
carácter. Moví la cabeza con un gesto de rechazo y mi hermana, de tan sólo once
años, le dijo llanamente que ni se le ocurriera. Demoré unos instantes en
contestarle y farfullé, haciendo un esfuerzo, unas cuantas palabras negativas
respecto a esa idea que me pareció totalmente estrafalaria. ¡Nos sentíamos tan
bien en nuestra casa! Silvia y yo teníamos nuestro propio cuarto y mis padres
el suyo. Lo concreto era que toda la familia vivía cómodamente.
¿Por qué nos había preguntado eso? Lo intempestivo y autoritario de su
voz me produjo inquietud. Quería explicarme a mí misma lo que tal vez no tenía
ningún tipo de explicación.
Obligada a seguir con mis cosas, intenté tranquilizarme pensando que
él aún no se había decidido por ninguna mudanza. Su fijación por otro entorno
parecía tonta y además comprometía a toda la familia.
En la comida de la noche encontré a mi padre diferente; se lo veía más
contento que de costumbre. Le dirigí una mirada inquisitiva intentando adivinar
sus pensamientos. Me di cuenta de que seguiría insistiendo con la idea de
mudarse a un lugar mejor. Alzó la vista del plato y nos dijo:
—¿Conversaron
sobre mi propuesta?
¿Podría ser que mi padre fuera víctima de una neurosis de escalamiento
social? Mi mamá no decía nada, miraba la escena como si fuera un diálogo de
fantasía. Sólo murmuró algunas palabras sueltas y se calló ante el gesto
autoritario de papá. Por el contrario, él nos habló con una seguridad que me
pareció ficticia:
—A ustedes, chicas, les resulta difícil entender que yo quiera que nos
mudemos si estamos tan bien acá en el barrio. Pero aunque no lo puedan creer mi
decisión ya está tomada; además, no sé por qué hay que discutir todo en
familia. Estoy convencido de que es lo más conveniente para todos.
—No sé en qué barrio estás pensando —le dije—, pero si es en alguno de
los alrededores de Buenos Aires, desde ya me parece una locura.
—No te preocupes, Martita, pensé en algún lugar en el centro. Hace
unos cuantos días vi un aviso de un departamento en la zona de Recoleta que me
pareció adecuado.
—Pero, papi, yo ya tengo veinte años y siempre hemos vivido en las
afueras. Villa Pueyrredón no está tan lejos. —Agregué casi descompuesta—: No
nos podés hacer esto. Ya nos acostumbramos a vivir acá.
Como ni se inmutó, me levanté y escruté su rostro. Era evidente que no
tenía el más mínimo interés en discutir conmigo. Su proceder me enojó aún más.
Indudablemente le éramos indiferentes.
Para no quedarme callada, le dije:
—¿Qué te pasó por la cabeza para que quisieras optar por la elegancia?
Parece un tema poco serio.
Mi padre hizo un gesto de desprecio hacia mí y dirigiéndose a mi madre
le dijo:
—¿Qué le pasa a ésta que no quiere pertenecer a un mundo mejor?
Pasaron dos semanas desde aquella noche en que mi padre se mostró tal
cual era: un hombre ambicioso que lo que más quería era ascender socialmente
sin importarle lo que pensaran su mujer y sus hijas.
Cada vez me molestaba más cuando lo oía decir que vivíamos en tiempos
de cambio, que el dinero iba y venía y que se vendían inmuebles sin mayor
inconveniente. Se ponía cargoso con esos temas y hacía hincapié en las
comisiones que recibía.
Un día escuché a mi madre decirle que el problema no estaba en mudarse
sino en lo que implicaba semejante movida. Yo estaba segura de que en ningún
momento pensó en hacer un cambio de esa naturaleza, pero por otro lado era
incapaz de contrariar a su marido.
—No estoy segura de que nos vaya a ir bien. Ramón, tené en cuenta que
las chicas han ido desde el jardín al colegio estatal cercano al lugar donde
vivimos —le dijo mamá y luego agregó—, la que me preocupa es la Silvia que
tiene todos sus amigos en el barrio.
Quise conversar este tema con mi amigo de la infancia, Pedrito. Él era
hijo del carnicero del barrio. Él sabía, por lo que yo le había contado, que mi
padre también había trabajado desde joven como carnicero hasta que pudo
terminar su secundaria y entrar como empleado en una inmobiliaria de Liniers.
Una tarde de domingo, en que estaban papá y mamá tomando mate en el
patio, le oí decir a ella, sacudiendo la cabeza dubitativa, que no se sentía
optimista y que pensaba que nunca era bueno para los hijos ascender de esa
forma en la escala social.
—¿Cómo se te ocurre pensar que podemos vivir en la Recoleta?
Mi papá la abrazó y le dijo:
—Querida, es muy importante hacer un cambio. Convencete que estamos
viviendo en un país en que esto se puede hacer. Acá hay movilidad social.
—Es cierto lo que decís, pero no me puedo hacer a la idea.
—Mirá, Rita, acá muchos de los hijos de inmigrantes siguieron estudios
universitarios. Yo no lo pude hacer. Pero vos bien sabés que trabajando en la
inmobiliaria gano bastante plata. Siempre quise vivir de otra manera y que mis
hijas frecuentaran otro tipo de ambiente. Es una excelente oportunidad. Me
contaron en la oficina que este departamentito era propiedad del hijo de un
hacendado de prestigio.
Mamá se limitaba a escuchar, pero lo miraba con desconfianza.
—Con sólo tener una carrera universitaria no se logra nada. La gente
de nuestro barrio se tranquiliza pensando que sus hijos puedan estudiar en la
universidad o dedicarse al comercio —dijo papá con tono seguro—. A ninguno de
ellos les preocupa el ambiente en que se mueven.
Mamá se apresuró a contestarle:
—¿Por qué no pensás que hay vecinos nuestros que son médicos,
abogados, escribanos?
Me gustaron las palabras de mamá, me parecieron lógicas. Ella siempre
había tenido sentido común; era una intuitiva. En cambio, si bien a mi padre lo
admiraba porque trabajaba con ahínco, tanto mi hermana como yo sabíamos que era
fantasioso y que en algunos momentos fabulaba.
Al día siguiente, noté que estaba un poco nervioso. Caminaba alrededor
del patio sin parar. Cuando se detuvo, empezó a hablar sin ton ni son y volvió
al ataque con la idea de la mudanza.
—Querida, si no tenés intenciones de darme una mano, yo me voy a
ocupar —dijo.
A la nochecita, mamá trató de aclararme algo de lo que pasaba en la
cabeza de mi padre.
—¿Sabés una cosa, Marta? Ramón está cegado. No quiere entrar en
razones. A nosotras no nos queda otra que aceptar. Cuando él decide hacer algo,
no se lo puede contradecir.
Cuando me llevaron a ver el nuevo departamento, papá estaba eufórico.
Mamá y yo no teníamos buena cara, mientras que a él se lo veía muy satisfecho
con su elección. Durante el recorrido, trató de resaltar lo conveniente que
sería vivir en ese lugar. Yo estaba anonadada. Fue una suerte que estuviera
sola, mi hermanita se había quedado en casa. Pensé que mis padres, pese a la
leve resistencia de mamá, se habían puesto de acuerdo. Además, qué podía hacer
yo para convencerlos de que la elección que ellos habían tomado era un error.
No tenía sentido contrariarlos, no quería amargar a mamá.
Lo trastocado de los ambientes me impactó. La manera en que estaba
repartido el espacio en cincuenta metros cuadrados era arbitraria. Habían
tirado paredes sin criterio. No sé cómo describirlo. Se ve que los anteriores
dueños al tener ese departamento tan viejo pero tan bien ubicado decidieron
convertirlo en un loft abierto. No me quedaba la menor duda de que ese sucucho
había sido un bulín.
Esa noche mientras comíamos me animé y le dije a papá:
—¿Por qué vivir en ese lugar tan triste y feo?
—Querida, ¿no te das cuenta que está en una buena zona? No sé de qué
te quejás si vos vas a viajar mucho menos. Creo que en un mes el departamento
estará habitable. Nos arreglaremos bien. Aparte Silvia puede ir a un colegio
cercano y relacionarse con gente de otra clase. Ya la veo con su pollerita
tableada y el corazón de Jesús bordado en su uniforme y en su blazer.
Luego quedó en silencio, como si estuviera disfrutando inscribir a la
niña en un colegio de monjas.
—Me gustaría que fueras más realista. Aunque vaya a la facultad tengo
amigos de la infancia en el barrio y esa casa queda lejos —le dije—. No sé cómo
te puede gustar. ¿Qué le ves de mejor? Es un mamarracho al lado de la casa en
la que vivimos. Es oscuro, es un primer piso que da a un patio interior, sólo
en el baño se filtra un poco de luz. En ese balcón no creo que se pueda poner
ninguna planta.
Mi mamá hacía silencio. Creo que quería ser cauta con sus opiniones.
Lo primero que le escuché decir fue:
—Yo sé, querido, que tenés razón. Es la única manera que las chicas
puedan acceder a otro medio, pero voy a extrañar el cantero con las macetas de
malvones y la higuera que plantamos hace veinte años. ¿No crees que la hemos
pasado bien? Acá nacieron nuestras hijas, jugaron en el patio, hicimos asaditos
y comimos los higos negros de la higuera.
—Dejá de ponerte nostalgiosa —contestó—. ¿Qué es lo más importante,
Rita? ¿Vivir en las afueras como quiere nuestra hija mayor o vivir en Recoleta?
—Es cierto que ese barrio es otra cosa. Además para vos significa algo
importante.
—Fijate, Rita, es otro ambiente. No les interesa que sus hijos estén
todo el día en las bailantas y en los clubs de fútbol.
—Yo no estoy tan segura de lo que decís. Cuando “el ambiente”, como
vos lo llamás, vea de dónde venimos y cómo vivimos, otro será el cantar… ¿Sabés
una cosa? El piso es tan feo que a las chicas les va a costar traer a sus
amigos —dijo mamá.
—Bueno, no te preocupés tanto. Sabés que yo siempre estoy a la
búsqueda y en poco tiempo nos mudaremos a un lugar mejor.
Mi madre no puso ningún otro obstáculo. La aspiración que mi padre
tenía era, sin lugar a dudas, no sólo cambiar su vida sino la de toda su
familia. Su prioridad era hacerse de nuevos contactos.
Luego de un mes de idas y venidas por parte de mi madre para el acondicionamiento
de la nueva casa, llegamos al departamento un día sofocante de verano. Al
entrar, me di cuenta de que la habían pintado con colores claros, intentando
que estos no achicaran los ambientes que de por sí eran mínimos. Mamá había
comprado algunas plantas ya crecidas para que no se vieran las manchas de las
paredes del patio interno y no se había olvidado de las macetas de geranios que
tanto nos gustaban. Las instalaron en el balcón francés. Nos había comentado
que era muy importante quitarle al piso su aire sombrío y aportarle un clima
moderno.
Cuando entramos con nuestras valijas, lo que más me entristeció fue
que nosotras y ellos tuviésemos que dormir en un lugar que habitualmente
corresponde a una sala. Papá se alejó un poco para mirar la kitchenette y los
armarios, y yo le dije a mamá:
—Mami, no quiero ser insolente, pero me parece que todo lo que han
hecho es para darle el gusto al viejo y no han pensado para nada en nosotras.
¿Dónde vamos a dormir?
—Bueno, pondremos un futón en el comedor y luego lo cerraremos —me
dijo con una sonrisa dibujada.
—¿Y si viene alguna compañera y queremos estudiar?
—Nos arreglaremos. Nosotros también dormiremos en un futón y lo
cerraremos en el día para que quede todo convertido en una sala comedor.
—¿Creés que vamos a poder vivir de esa manera? —le dije mirándola con
sorna.
Mi padre se acercó a oír lo que decíamos, luego de haber hecho la
recorrida con todas nosotras. Lo miré con desconfianza y le dije con tono
agresivo:
—¿Te das cuenta lo que hiciste? Encerrarnos en este lugar.
Sin decir una sola palabra convincente, comenzó a parlotear
estupideces.
—Si queremos hacer una fiesta, en este espacio tan pequeño va a ser
totalmente imposible. ¿No te das cuenta?
—Bueno, para todo hay una solución: corremos los muebles, cerramos la
mesa libro donde comemos y queda todo para ustedes. No sabés cómo les va a
gustar. Aparte, entendé hija, que lo más importante es vivir acá. Hasta las
palomas tienen otro aire. Fijate, son palomas diferentes, fijate bien, mientras
caminábamos hasta acá no nos cagó ninguna. Deben ser distintas a las de Villa
Pueyrredón.
Y éste era mi papá. Me tendría que conformar hasta que pudiera irme y
dejarlos. Estaba pasmada y los miré con odio a los dos.
De la kitchenette mejor no decir nada. Ellos dijeron que en el armario
había lugar para la ropa de todos. Sobre la cocinita colocarían la vajilla de
uso diario. Les pregunté qué habían hecho con los platos de loza que les habían
regalado cuando se casaron y de los cuales mamá estaba tan orgullosa. Ella,
bajando la vista como con vergüenza, me contestó que los guardó en una valija y
que estaban bien acondicionados.
La noche en que definitivamente nos instalamos ninguno de nosotros
pudo dormir bien.
Todavía era verano y mientras comíamos nos enteramos de que a mi
hermanita la habían anotado en la escuela de monjas que estaba a dos cuadras de
nuestro nuevo domicilio.
Papá, como al descuido, dijo:
—Chicas, no se les ocurra tirar basura al patio.
En ese día fatídico me reí de él y de su mujer, pero también de
nosotras, sus hijas. Pensé, con vergüenza, cómo se les había podido ocurrir que
seríamos aceptados. Por mucho tiempo no pude olvidar sus aires presuntuosos
cuando decía: “Familia, no se trata de un sueño; la nueva clase a la que vamos
a pertenecer brillará en nosotros”.
Del libro El inmigrante y otros cuentos, Enigma Editores, Buenos Aires, 2018.