jueves, 25 de octubre de 2018

Aspirante a burgués


Un domingo, mientras comíamos el asado de rigor del mediodía, mi padre nos preguntó si nos gustaría mudarnos a un barrio más elegante. Era tan banal lo que decía que nos sorprendió; revelaba un aspecto desconocido de su carácter. Moví la cabeza con un gesto de rechazo y mi hermana, de tan sólo once años, le dijo llanamente que ni se le ocurriera. Demoré unos instantes en contestarle y farfullé, haciendo un esfuerzo, unas cuantas palabras negativas respecto a esa idea que me pareció totalmente estrafalaria. ¡Nos sentíamos tan bien en nuestra casa! Silvia y yo teníamos nuestro propio cuarto y mis padres el suyo. Lo concreto era que toda la familia vivía cómodamente.
¿Por qué nos había preguntado eso? Lo intempestivo y autoritario de su voz me produjo inquietud. Quería explicarme a mí misma lo que tal vez no tenía ningún tipo de explicación.
Obligada a seguir con mis cosas, intenté tranquilizarme pensando que él aún no se había decidido por ninguna mudanza. Su fijación por otro entorno parecía tonta y además comprometía a toda la familia.
En la comida de la noche encontré a mi padre diferente; se lo veía más contento que de costumbre. Le dirigí una mirada inquisitiva intentando adivinar sus pensamientos. Me di cuenta de que seguiría insistiendo con la idea de mudarse a un lugar mejor. Alzó la vista del plato y nos dijo:
¿Conversaron sobre mi propuesta?
¿Podría ser que mi padre fuera víctima de una neurosis de escalamiento social? Mi mamá no decía nada, miraba la escena como si fuera un diálogo de fantasía. Sólo murmuró algunas palabras sueltas y se calló ante el gesto autoritario de papá. Por el contrario, él nos habló con una seguridad que me pareció ficticia:
—A ustedes, chicas, les resulta difícil entender que yo quiera que nos mudemos si estamos tan bien acá en el barrio. Pero aunque no lo puedan creer mi decisión ya está tomada; además, no sé por qué hay que discutir todo en familia. Estoy convencido de que es lo más conveniente para todos.
—No sé en qué barrio estás pensando —le dije—, pero si es en alguno de los alrededores de Buenos Aires, desde ya me parece una locura.
—No te preocupes, Martita, pensé en algún lugar en el centro. Hace unos cuantos días vi un aviso de un departamento en la zona de Recoleta que me pareció adecuado.
—Pero, papi, yo ya tengo veinte años y siempre hemos vivido en las afueras. Villa Pueyrredón no está tan lejos. —Agregué casi descompuesta—: No nos podés hacer esto. Ya nos acostumbramos a vivir acá.
Como ni se inmutó, me levanté y escruté su rostro. Era evidente que no tenía el más mínimo interés en discutir conmigo. Su proceder me enojó aún más. Indudablemente le éramos indiferentes.
Para no quedarme callada, le dije:
—¿Qué te pasó por la cabeza para que quisieras optar por la elegancia? Parece un tema poco serio.
Mi padre hizo un gesto de desprecio hacia mí y dirigiéndose a mi madre le dijo:
—¿Qué le pasa a ésta que no quiere pertenecer a un mundo mejor?
Pasaron dos semanas desde aquella noche en que mi padre se mostró tal cual era: un hombre ambicioso que lo que más quería era ascender socialmente sin importarle lo que pensaran su mujer y sus hijas.
Cada vez me molestaba más cuando lo oía decir que vivíamos en tiempos de cambio, que el dinero iba y venía y que se vendían inmuebles sin mayor inconveniente. Se ponía cargoso con esos temas y hacía hincapié en las comisiones que recibía.
Un día escuché a mi madre decirle que el problema no estaba en mudarse sino en lo que implicaba semejante movida. Yo estaba segura de que en ningún momento pensó en hacer un cambio de esa naturaleza, pero por otro lado era incapaz de contrariar a su marido.
—No estoy segura de que nos vaya a ir bien. Ramón, tené en cuenta que las chicas han ido desde el jardín al colegio estatal cercano al lugar donde vivimos —le dijo mamá y luego agregó—, la que me preocupa es la Silvia que tiene todos sus amigos en el barrio. 
Quise conversar este tema con mi amigo de la infancia, Pedrito. Él era hijo del carnicero del barrio. Él sabía, por lo que yo le había contado, que mi padre también había trabajado desde joven como carnicero hasta que pudo terminar su secundaria y entrar como empleado en una inmobiliaria de Liniers.
Una tarde de domingo, en que estaban papá y mamá tomando mate en el patio, le oí decir a ella, sacudiendo la cabeza dubitativa, que no se sentía optimista y que pensaba que nunca era bueno para los hijos ascender de esa forma en la escala social.
—¿Cómo se te ocurre pensar que podemos vivir en la Recoleta?
Mi papá la abrazó y le dijo:
—Querida, es muy importante hacer un cambio. Convencete que estamos viviendo en un país en que esto se puede hacer. Acá hay movilidad social.
—Es cierto lo que decís, pero no me puedo hacer a la idea.
—Mirá, Rita, acá muchos de los hijos de inmigrantes siguieron estudios universitarios. Yo no lo pude hacer. Pero vos bien sabés que trabajando en la inmobiliaria gano bastante plata. Siempre quise vivir de otra manera y que mis hijas frecuentaran otro tipo de ambiente. Es una excelente oportunidad. Me contaron en la oficina que este departamentito era propiedad del hijo de un hacendado de prestigio.
Mamá se limitaba a escuchar, pero lo miraba con desconfianza.
—Con sólo tener una carrera universitaria no se logra nada. La gente de nuestro barrio se tranquiliza pensando que sus hijos puedan estudiar en la universidad o dedicarse al comercio —dijo papá con tono seguro—. A ninguno de ellos les preocupa el ambiente en que se mueven.
Mamá se apresuró a contestarle:
—¿Por qué no pensás que hay vecinos nuestros que son médicos, abogados, escribanos?
Me gustaron las palabras de mamá, me parecieron lógicas. Ella siempre había tenido sentido común; era una intuitiva. En cambio, si bien a mi padre lo admiraba porque trabajaba con ahínco, tanto mi hermana como yo sabíamos que era fantasioso y que en algunos momentos fabulaba.
Al día siguiente, noté que estaba un poco nervioso. Caminaba alrededor del patio sin parar. Cuando se detuvo, empezó a hablar sin ton ni son y volvió al ataque con la idea de la mudanza.
—Querida, si no tenés intenciones de darme una mano, yo me voy a ocupar —dijo.
A la nochecita, mamá trató de aclararme algo de lo que pasaba en la cabeza de mi padre.
—¿Sabés una cosa, Marta? Ramón está cegado. No quiere entrar en razones. A nosotras no nos queda otra que aceptar. Cuando él decide hacer algo, no se lo puede contradecir.
Cuando me llevaron a ver el nuevo departamento, papá estaba eufórico. Mamá y yo no teníamos buena cara, mientras que a él se lo veía muy satisfecho con su elección. Durante el recorrido, trató de resaltar lo conveniente que sería vivir en ese lugar. Yo estaba anonadada. Fue una suerte que estuviera sola, mi hermanita se había quedado en casa. Pensé que mis padres, pese a la leve resistencia de mamá, se habían puesto de acuerdo. Además, qué podía hacer yo para convencerlos de que la elección que ellos habían tomado era un error. No tenía sentido contrariarlos, no quería amargar a mamá.
Lo trastocado de los ambientes me impactó. La manera en que estaba repartido el espacio en cincuenta metros cuadrados era arbitraria. Habían tirado paredes sin criterio. No sé cómo describirlo. Se ve que los anteriores dueños al tener ese departamento tan viejo pero tan bien ubicado decidieron convertirlo en un loft abierto. No me quedaba la menor duda de que ese sucucho había sido un bulín.
Esa noche mientras comíamos me animé y le dije a papá:
—¿Por qué vivir en ese lugar tan triste y feo?
—Querida, ¿no te das cuenta que está en una buena zona? No sé de qué te quejás si vos vas a viajar mucho menos. Creo que en un mes el departamento estará habitable. Nos arreglaremos bien. Aparte Silvia puede ir a un colegio cercano y relacionarse con gente de otra clase. Ya la veo con su pollerita tableada y el corazón de Jesús bordado en su uniforme y en su blazer.
Luego quedó en silencio, como si estuviera disfrutando inscribir a la niña en un colegio de monjas.
—Me gustaría que fueras más realista. Aunque vaya a la facultad tengo amigos de la infancia en el barrio y esa casa queda lejos —le dije—. No sé cómo te puede gustar. ¿Qué le ves de mejor? Es un mamarracho al lado de la casa en la que vivimos. Es oscuro, es un primer piso que da a un patio interior, sólo en el baño se filtra un poco de luz. En ese balcón no creo que se pueda poner ninguna planta.
Mi mamá hacía silencio. Creo que quería ser cauta con sus opiniones. Lo primero que le escuché decir fue:
—Yo sé, querido, que tenés razón. Es la única manera que las chicas puedan acceder a otro medio, pero voy a extrañar el cantero con las macetas de malvones y la higuera que plantamos hace veinte años. ¿No crees que la hemos pasado bien? Acá nacieron nuestras hijas, jugaron en el patio, hicimos asaditos y comimos los higos negros de la higuera.
—Dejá de ponerte nostalgiosa —contestó—. ¿Qué es lo más importante, Rita? ¿Vivir en las afueras como quiere nuestra hija mayor o vivir en Recoleta?
—Es cierto que ese barrio es otra cosa. Además para vos significa algo importante.
—Fijate, Rita, es otro ambiente. No les interesa que sus hijos estén todo el día en las bailantas y en los clubs de fútbol.
—Yo no estoy tan segura de lo que decís. Cuando “el ambiente”, como vos lo llamás, vea de dónde venimos y cómo vivimos, otro será el cantar… ¿Sabés una cosa? El piso es tan feo que a las chicas les va a costar traer a sus amigos —dijo mamá.
—Bueno, no te preocupés tanto. Sabés que yo siempre estoy a la búsqueda y en poco tiempo nos mudaremos a un lugar mejor.
Mi madre no puso ningún otro obstáculo. La aspiración que mi padre tenía era, sin lugar a dudas, no sólo cambiar su vida sino la de toda su familia. Su prioridad era hacerse de nuevos contactos.
Luego de un mes de idas y venidas por parte de mi madre para el acondicionamiento de la nueva casa, llegamos al departamento un día sofocante de verano. Al entrar, me di cuenta de que la habían pintado con colores claros, intentando que estos no achicaran los ambientes que de por sí eran mínimos. Mamá había comprado algunas plantas ya crecidas para que no se vieran las manchas de las paredes del patio interno y no se había olvidado de las macetas de geranios que tanto nos gustaban. Las instalaron en el balcón francés. Nos había comentado que era muy importante quitarle al piso su aire sombrío y aportarle un clima moderno.
Cuando entramos con nuestras valijas, lo que más me entristeció fue que nosotras y ellos tuviésemos que dormir en un lugar que habitualmente corresponde a una sala. Papá se alejó un poco para mirar la kitchenette y los armarios, y yo le dije a mamá:
—Mami, no quiero ser insolente, pero me parece que todo lo que han hecho es para darle el gusto al viejo y no han pensado para nada en nosotras. ¿Dónde vamos a dormir?
—Bueno, pondremos un futón en el comedor y luego lo cerraremos —me dijo con una sonrisa dibujada.
—¿Y si viene alguna compañera y queremos estudiar?
—Nos arreglaremos. Nosotros también dormiremos en un futón y lo cerraremos en el día para que quede todo convertido en una sala comedor.
—¿Creés que vamos a poder vivir de esa manera? —le dije mirándola con sorna.
Mi padre se acercó a oír lo que decíamos, luego de haber hecho la recorrida con todas nosotras. Lo miré con desconfianza y le dije con tono agresivo:
—¿Te das cuenta lo que hiciste? Encerrarnos en este lugar. 
Sin decir una sola palabra convincente, comenzó a parlotear estupideces.
—Si queremos hacer una fiesta, en este espacio tan pequeño va a ser totalmente imposible. ¿No te das cuenta?
—Bueno, para todo hay una solución: corremos los muebles, cerramos la mesa libro donde comemos y queda todo para ustedes. No sabés cómo les va a gustar. Aparte, entendé hija, que lo más importante es vivir acá. Hasta las palomas tienen otro aire. Fijate, son palomas diferentes, fijate bien, mientras caminábamos hasta acá no nos cagó ninguna. Deben ser distintas a las de Villa Pueyrredón.
Y éste era mi papá. Me tendría que conformar hasta que pudiera irme y dejarlos. Estaba pasmada y los miré con odio a los dos.
De la kitchenette mejor no decir nada. Ellos dijeron que en el armario había lugar para la ropa de todos. Sobre la cocinita colocarían la vajilla de uso diario. Les pregunté qué habían hecho con los platos de loza que les habían regalado cuando se casaron y de los cuales mamá estaba tan orgullosa. Ella, bajando la vista como con vergüenza, me contestó que los guardó en una valija y que estaban bien acondicionados.
La noche en que definitivamente nos instalamos ninguno de nosotros pudo dormir bien.
Todavía era verano y mientras comíamos nos enteramos de que a mi hermanita la habían anotado en la escuela de monjas que estaba a dos cuadras de nuestro nuevo domicilio.
Papá, como al descuido, dijo:
—Chicas, no se les ocurra tirar basura al patio.
En ese día fatídico me reí de él y de su mujer, pero también de nosotras, sus hijas. Pensé, con vergüenza, cómo se les había podido ocurrir que seríamos aceptados. Por mucho tiempo no pude olvidar sus aires presuntuosos cuando decía: “Familia, no se trata de un sueño; la nueva clase a la que vamos a pertenecer brillará en nosotros”.


Del libro El inmigrante y otros cuentos, Enigma Editores, Buenos Aires, 2018.

viernes, 19 de febrero de 2016

Carmen


 



“Carmen es un personaje donde el valor y la significación son universales. Como mujer es sin duda un tipo de heroína de nuestro tiempo y de todas las épocas de la historia donde la mujer ha estado sometida a la voluntad caprichosa del hombre.
La afirmación de libertad es, de parte de Carmen, un gesto suicida. Pero la muerte, aceptada con serenidad, introduce a Carmen en un mundo nuevo donde ella espera encontrar lo que este mundo le niega, un mundo nuevo que destruye la ley de un orden coercitivo que pretende canalizar, manipular su vida. La muerte de Carmen es un testimonio de grandeza humana:    —Frappe-moi donc ou laisse-moi passer— aquí Carmen puede ser comparada con las grandes heroínas de la Antigüedad.”
Teresa Berganza

“La gitana Carmen es como la tierra: un milagro de belleza, de pureza y de fidelidad.
La gitana es una artista”
Teresa Berganza

Carmen es para Nietzsche un modelo de reivindicación del mundo sensible. Para él el fenómeno del arte es el centro de la vida. Vida dionisíaca y, por tanto, caótica, caprichosa, amoral e indomable como la seducción y atracción sexual que inspira la joven heroína.
E. B.


“…la lógica de la pasión (...)
 tiene sobre sí la fatalidad,
su felicidad es breve, brusca,
sin perdón
”.
Friedrich Nietzsche



(Salen las cigarreras a la plaza seca del pueblo)

El pantano de los sueños
en cada cabeza
y en los sueños de Mérimée.

Carmen, canto,
música,
ritmo,
provocación,
de la sensualidad.

Mira como te miran.
Son soldados y te quieren encadenar.

Carmen, cuerpo,
brazos,
baile,
contoneos del engaño.
Todos te quieren para sí.

Carmen, ímpetu,
libertad bruja,
ladrona, 
primitiva.
Todos te quieren para sí.

Carmen, ojos,
pasión,
ansia de vida,
misterio,
Todos te quieren para sí.

Carmen, nómada,
huidora,
infiel,
pura de libertad.
Todos te quieren para sí.

Carmen, tierra,
corazón,
disfrute,
cadenas rotas,
La muerte te quiere para sí.

jueves, 10 de diciembre de 2015

La casa de al lado





Aquella noche previa a la Navidad, se presentó misteriosa y atractiva a la vez. Como todos los diciembres, el estado de la ciudad conquista un clima diferente. En otras partes del mundo, el tiempo frío y la nieve otorgan magia a esos días. En el hemisferio sur pasa todo lo contrario. En Buenos Aires, la iluminación de la ciudad y sus monumentos es discreta. La gente deambula en su afán de compras, aunque se la ve agotada por el infierno de calor. Este agobio se traslada a los árboles, plantas y flores que adornan las avenidas. Hasta la belleza del jacarandá se ve opacada cuando sus flores violáceas caen mustias. Excepto en los oasis de aire acondicionado, el caminante sufre la pesadez y humedad del ambiente. El sol violenta con su luminosidad. Los ojos lagrimean y se cierran ante tanta luz, la piel arde y una energía mórbida se apodera de muchos de nosotros. Las calles no tienen las características de los días comunes. Aturden los vendedores ambulantes. Los objetos en las vidrieras levitan de tanto colorido y en todas las esquinas hay puestos de fuegos artificiales. En medio de esta humedad ardiente, cosa común en estas zonas orilladas por el Río de la Plata, la gente trajina de un lado para otro.
Habitualmente, termino mi trabajo de oficina a las siete de las tarde, pero ese día nos dieron franco desde las cuatro. Siempre tomo el subte, pero tratándose de vísperas de Navidad, dudé. El día era tan azul, que me pregunté si no sería mejor tomar un colectivo antes que encerrarme en algún túnel. Si bien mi labor del día había sido ardua, casi anormal para esta época del año, logré retirarme a la hora permitida. Quería llegar a casa cuanto antes para preparar la cena de Nochebuena, y sobre todo, no perder la serenidad ante la tarea que me esperaba. Éramos una familia numerosa y estaba segura de que me llevaría varias horas.
Vivíamos en las afueras. Después de unos cuantos minutos en la parada, pude subir con dificultad al colectivo. La luz porosa del sol daba de lleno sobre los asientos. Cerré los ojos. Pensé por un momento en la refrigeración, mientras mi pollera se pegoteaba en el asiento de plástico.
El trayecto fue largo. Pasada una hora y veinte bajé. Seguí caminando y en la plaza del barrio me detuve frente a los escaparates de las tiendas, este año más adornadas que nunca. Observé luces, cintas de colores y campanillas, pero todo eso ya lo tenía; faltaba comprar los regalos familiares. Llené las bolsas que había traído con ositos de peluche, remeras deportivas acordes a la edad de cada uno de los niños y billeteras para los adultos. Finalmente me compré una agenda. Cargué con todo y me dirigí a casa.
En el momento en que estaba por entrar, lo vi. Era mi vecino desde hacía quince años y nunca había reparado demasiado en él. No recordaba siquiera su nombre. Era sumamente extraño. Cualquier diálogo con él, a nosotros nos molestaba y además no nos era simpático, pero ¿cómo retroceder y hacerme la distraída? Sin observarlo demasiado, entré a casa. Mi marido se deshizo en atenciones al ver todo lo que cargaba. Los chicos subían y bajaban por el pasa-manos de la escalera sin detenerse.
─ Quédense quietos, por el amor de Dios. Están demasiado transpirados ─ les dije. 
Obedecieron sin chistar, arrebataron los regalos con una explosión de alegría y se fueron adentro con la promesa de no abrirlos hasta el día siguiente. 
Mi marido y yo quedamos en silencio. Él continuó leyendo el diario y yo me dirigí a la cocina para despejar la cabeza. Debía preparar el adobo del lechón para poder hornearlo en la panadería. Antes de ponerme a trabajar con las especias y distribuirlas lo mejor que podía sobre la carne rosadita del cerdo, desprendí el delantal del perchero para ponérmelo. Mientras lo hacía, sentí un cansancio extraño, un malestar que minaba mi usual voluntad de hacer. Hacía tanto calor que por instantes pensé, “qué maravilla si pudiera estar desnuda.” Miré casi con desesperación la tarea que me esperaba. Antes de desplomarme en una silla, fui a la heladera para tomar un vaso de agua fresca.  
Unos ruidos chirriantes me hicieron saber que eran las ocho. Estos sonidos desagradables siempre se repetían a la misma hora. Aunque lo sospechaba, no sabía bien de dónde provenían. Quedé en estado de alerta. No se trataba de algo que se percibiera nítido. Además, estos ruidos producían una sensación incómoda, irritaban. El sonido parecía volar hasta la cocina. Salté de impresión. Lo más extraño de todo esto es que, al cabo de unos segundos, se silenciaba. Nunca pude detectar el lugar exacto de donde venía. Lo escuchaba invariablemente cuando retiraba algo de la heladera. La pared donde ésta se apoyaba, seguramente lindaba con las habitaciones del vecino. Aquel ruido no se parecía a nada, ni siquiera al rasguido insoportable que desata el contacto de dos materiales que se rechazan. Cada vez que lo oía me sentía indefensa. Me pregunté por qué estos sonidos producían en mí impresiones negativas, que se iban acentuando aún más, por el discreto silencio que los seguía.  
No acababa de ponerme el delantal, cuando sonó el timbre. Oí a Pablo conversar con nuestro vecino y decirle “Mi mujer está ocupada pero le voy a avisar”.
─ Te quieren ver ─gritó.
─ ¿Para qué? ─contesté.
Pablo se aproximó y dijo:
─ Tené cuidado. Son gente rara. Parecen totalmente descontrolados.
─ Exagerás ─dije, con voz molesta.
─Algunos de los del barrio, los llaman ácratas, por esas  reuniones misteriosas que realizan en el interior de su casa.  Por favor, Catalina, evitemos tener un problema con ellos. Sacátelos de encima ─ dijo mi marido con un tono rarísimo.
Salí de la cocina con pocas ganas, siempre había creído que esta gente, mis vecinos, eran inclasificables. Abrí la puerta de calle y esbocé algunas palabras de compromiso: “Disculpe que no lo pueda atender debidamente, pero estoy muy atareada con la comida de mañana”. Por supuesto, le puse la mejor cara y le hablé mientras deglutía una galletita. Fui amable y él dijo algo que ignorábamos, que su mujer era médium y que, por las tardecitas, invocaba a los espíritus importantes que habían fallecido en la ciudad.
─ ¿Sabe, vecina, que, aunque parezca increíble, se oyen las voces de algunos de ellos? Especialmente la de Rosas que dice: “Maten a los salvajes”. El espíritu no dice unitarios, en realidad no sé a quiénes se dirige. Pienso que se refiere a aquellos jóvenes irredentos, rebeldes a la autoridad, como los que hay hoy en día. ─ y agregó ─ Ustedes no solamente tienen hijos pequeños, sino también un adolescente insensato. Siempre lo veo cuando sale para la facultad con sus crenchas sobre la espalda sin desenredar. Pienso que es un hippie. ¿Usted está segura de que no se droga? Ni siquiera saluda.
Al escuchar tanta sandez, rápidamente asocié los ruidos que llegaban hasta mí en la cocina, con las reuniones que mantenía esta gente extraña en su casa. Me quedé meditando si serían espiritistas o simplemente locos. Pensé: “¿Por qué Rosas, si él era un hombre de comienzos del XIX?”.
Tanta fue su insistencia para que conociera su casa que cavilé: “No pasa nada si entro unos segundos”. Pese a la canícula, un sudor helado recorrió mi cuerpo. Cruzamos la puerta del patio que era una de las entradas. Soy consciente de que no puse obstáculos y que, paso a paso, recorrí la distancia que separaba el patio de los cuartos interiores. Él me llevaba como a una sonámbula. Las habitaciones eran tres y había otro pequeño recinto que daba a un vestíbulo por el cual se salía a la calle. Avizoré que la casa tenía dos entradas. La distribución era muy extraña. Todo daba al patio, hasta la cocina. En cuanto entramos el vecino llamó a su mujer:
─ ¡Berta! Vení que tenemos visitas.
Entreví su figura en medio de las tinieblas. Ya había oscurecido. La noche había caído y no había más que una luz mortecina, que iluminaba levemente las baldosas ocre del suelo.
Entramos en una habitación, luego en otra y luego en otra, hasta llegar a ese pequeño recinto en el cual no había más que una mesa y una lamparita, que le daba al lugar un aire espectral. La luz era muy tenue y esparcía una iluminación rojiza. Pensé: “¡Qué raro! Los ojos de Berta, negros antes de entrar al cuarto, con esta luz parecen casi rojos”.
 Había una mesa con una insignia punzó y no sé cuántas sillas. Por momentos me obsesionó la idea de quedar atrapada allí y no poder marcharme. Berta intentó entrar en trance, pero yo sabía que esto es imposible cuando el visitante no es creyente. No podía dejar de mirarla y de pensar que todo era una patraña.
Les dije que me iba, que estaba apurada, que tenía que cocinar, que mi esposo estaría ansioso y desanduve el pasillo que daba a las piezas hasta llegar a la cocina y salir nuevamente al patio. Con sorpresa, vi tres soldados uniformados que montaban guardia.
Recordé a los confederados de Rosas. Parecían  fuera de cualquier época, sin edad. Los saludé con horror y no respondieron. Ellos me dejaron una impresión que aún quisiera olvidar. Cuando atravesé la puerta de mi casa no quise hablar una sola palabra con mi marido. Estaba obsesionada con lo ocurrido. ¿Qué pasaba en la casa de al lado? ¿Quiénes eran los uniformados? Esa guardia de uniforme inquietaba y me hizo sentir, en contraste con la serenidad de mi hogar, un temor difuso. Muy inquieta, pensé ¿Cómo evitar, a partir de esa extraña visita, no enmudecer de terror al escuchar los ruidos detrás de la heladera? No debía poner el grito en el cielo por la locura de los otros.
Después de unos minutos, cuando entré a la cocina, la sensación ingrata de miedo desapareció. Tal vez fuera el aroma fresco de las especias, desparramadas sobre el apetecible lechón, lo que me animó a seguir con la tarea.
                   

miércoles, 5 de agosto de 2015

Luz íntima



 
Como si estuviera en el país de la magia,
como una nota sin tono
sueñan los nombres
en la memoria.

¿Cómo descifro el juego sagrado en el cuerpo?

Tomo consciencia de la locura de los dioses,
del temblor en mi corazón
que al abrir el lugar de su intimidad
(ese recinto hermético) se adentra
en lo que vaga afuera, para hacerlo suyo
y ofrecérmelo.

Libro nítido



 Una llavecita extraviada en la memoria. No hay congoja sino tiras de recuerdo entrecortadas en el desbande del tiempo.
En la esquina abandonada del pueblo, un quinotero rebelde se abraza a las paredes picoteadas. Mi abuela está parada contra la planta, en el derrumbe de la luz.
¿Qué mira si no puede mirar? Tal vez el silencio.

Muerte demorada




¿Qué silencio podrá ser este silencio, que frío este frío que agujerea los labios?
Aquí no hay voces. Sólo pasos solapados en la mitad del páramo.
El sesgo de la luz acaricia los bordes de la sombra y el cazador se detiene cuando ve al alce perderse en la curva del horizonte. Piensa: “¿Estaré en lo cierto al pergeñar la distancia?”. Se baja del trineo.
Las huellas de las botas al clavarse en el hielo lo astillan y producen figuras azules.
El hombre tiene algo de miedo cuando caen desde el cielo blanco ráfagas de agua que se convertirán en nieve. Sube al trineo, acelera la marcha y de cara al paisaje sabe que él también pertenece a la intemperie.

lunes, 2 de febrero de 2015

Ganar color



“…el tiempo es un decorado.”
Kjell Askildsen.

La tela negra de la pena
gotea.

Los jazmines del jarrón
se han oscurecido, han manchado la mesa.
Recojo los pétalos con mi mano ahuecada
y quedo perpleja
ante la imagen que ha desvestido su belleza.

Sin otra urgencia
que seguir serenamente
la disolución de los sueños,
miro mi rostro en el espejo
y veo la juventud en colores apagados.

Estremecida, mi corazón
guarda por un instante
la luz loca del sol.

Nunca vi nada tan límpido.




*de El revés de la luz, Buenos Aires, Alción Editoria, 2014