Aquella noche previa a la
Navidad, se presentó misteriosa y atractiva a la vez. Como
todos los diciembres, el estado de la ciudad conquista un clima diferente. En
otras partes del mundo, el tiempo frío y la nieve otorgan magia a esos días. En
el hemisferio sur pasa todo lo contrario. En Buenos Aires, la iluminación de la
ciudad y sus monumentos es discreta. La gente deambula en su afán de compras,
aunque se la ve agotada por el infierno de calor. Este agobio se traslada a los
árboles, plantas y flores que adornan las avenidas. Hasta la belleza del
jacarandá se ve opacada cuando sus flores violáceas caen mustias. Excepto en
los oasis de aire acondicionado, el caminante sufre la pesadez y humedad del
ambiente. El sol violenta con su luminosidad. Los ojos lagrimean y se cierran
ante tanta luz, la piel arde y una energía mórbida se apodera de muchos de
nosotros. Las calles no tienen las características de los días comunes. Aturden
los vendedores ambulantes. Los objetos en las vidrieras levitan de tanto
colorido y en todas las esquinas hay puestos de fuegos artificiales. En medio
de esta humedad ardiente, cosa común en estas zonas orilladas por el Río de la Plata, la gente trajina de
un lado para otro.
Habitualmente, termino mi trabajo de oficina a las siete de las tarde,
pero ese día nos dieron franco desde las cuatro. Siempre tomo el subte, pero
tratándose de vísperas de Navidad, dudé. El día era tan azul, que me pregunté
si no sería mejor tomar un colectivo antes que encerrarme en algún túnel. Si
bien mi labor del día había sido ardua, casi anormal para esta época del año, logré
retirarme a la hora permitida. Quería llegar a casa cuanto antes para preparar
la cena de Nochebuena, y sobre todo, no perder la serenidad ante la tarea que
me esperaba. Éramos una familia numerosa y estaba segura de que me llevaría
varias horas.
Vivíamos en las afueras. Después de unos cuantos minutos en la parada,
pude subir con dificultad al colectivo. La luz porosa del sol daba de lleno
sobre los asientos. Cerré los ojos. Pensé por un momento en la refrigeración,
mientras mi pollera se pegoteaba en el asiento de plástico.
El trayecto fue largo. Pasada una hora y veinte bajé. Seguí caminando y
en la plaza del barrio me detuve frente a los escaparates de las tiendas, este
año más adornadas que nunca. Observé luces, cintas de colores y campanillas, pero
todo eso ya lo tenía; faltaba comprar los regalos familiares. Llené las bolsas
que había traído con ositos de peluche, remeras deportivas acordes a la edad de
cada uno de los niños y billeteras para los adultos. Finalmente me compré una
agenda. Cargué con todo y me dirigí a casa.
En el momento en que estaba por entrar, lo vi. Era mi vecino desde hacía
quince años y nunca había reparado demasiado en él. No recordaba siquiera su
nombre. Era sumamente extraño. Cualquier diálogo con él, a nosotros nos
molestaba y además no nos era simpático, pero ¿cómo retroceder y hacerme la
distraída? Sin observarlo demasiado, entré a casa. Mi marido se deshizo en
atenciones al ver todo lo que cargaba. Los chicos subían y bajaban por el
pasa-manos de la escalera sin detenerse.
─ Quédense quietos, por el amor de Dios. Están demasiado transpirados ─
les dije.
Obedecieron sin chistar, arrebataron los regalos con una explosión de
alegría y se fueron adentro con la promesa de no abrirlos hasta el día
siguiente.
Mi marido y yo quedamos en silencio. Él continuó leyendo el diario y yo
me dirigí a la cocina para despejar la cabeza. Debía preparar el adobo del
lechón para poder hornearlo en la panadería. Antes de ponerme a trabajar con
las especias y distribuirlas lo mejor que podía sobre la carne rosadita del
cerdo, desprendí el delantal del perchero para ponérmelo. Mientras lo hacía,
sentí un cansancio extraño, un malestar que minaba mi usual voluntad de hacer.
Hacía tanto calor que por instantes pensé, “qué maravilla si pudiera estar
desnuda.” Miré casi con desesperación la tarea que me esperaba. Antes de
desplomarme en una silla, fui a la heladera para tomar un vaso de agua fresca.
Unos ruidos chirriantes me hicieron saber que eran las ocho. Estos
sonidos desagradables siempre se repetían a la misma hora. Aunque lo
sospechaba, no sabía bien de dónde provenían. Quedé en estado de alerta. No se
trataba de algo que se percibiera nítido. Además, estos ruidos producían una
sensación incómoda, irritaban. El sonido parecía volar hasta la cocina. Salté
de impresión. Lo más extraño de todo esto es que, al cabo de unos segundos, se
silenciaba. Nunca pude detectar el lugar exacto de donde venía. Lo escuchaba
invariablemente cuando retiraba algo de la heladera. La pared donde ésta se
apoyaba, seguramente lindaba con las habitaciones del vecino. Aquel ruido no se
parecía a nada, ni siquiera al rasguido insoportable que desata el contacto de
dos materiales que se rechazan. Cada vez que lo oía me sentía indefensa. Me
pregunté por qué estos sonidos producían en mí impresiones negativas, que se
iban acentuando aún más, por el discreto silencio que los seguía.
No acababa de ponerme el delantal, cuando sonó el timbre. Oí a Pablo
conversar con nuestro vecino y decirle “Mi mujer está ocupada pero le voy a
avisar”.
─ Te quieren ver
─gritó.
─ ¿Para qué? ─contesté.
Pablo se
aproximó y dijo:
─ Tené cuidado. Son
gente rara. Parecen totalmente descontrolados.
─ Exagerás ─dije, con voz molesta.
─Algunos de los del barrio, los llaman ácratas, por esas reuniones misteriosas que realizan en el
interior de su casa. Por favor,
Catalina, evitemos tener un problema con ellos. Sacátelos de encima ─ dijo mi
marido con un tono rarísimo.
Salí de la cocina con pocas ganas, siempre había creído que esta gente,
mis vecinos, eran inclasificables. Abrí la puerta de calle y esbocé algunas
palabras de compromiso: “Disculpe que no lo pueda atender debidamente, pero
estoy muy atareada con la comida de mañana”. Por supuesto, le puse la mejor
cara y le hablé mientras deglutía una galletita. Fui amable y él dijo algo que
ignorábamos, que su mujer era médium y que, por las tardecitas, invocaba a los
espíritus importantes que habían fallecido en la ciudad.
─ ¿Sabe, vecina, que, aunque parezca increíble, se oyen las voces de
algunos de ellos? Especialmente la de Rosas que dice: “Maten a los salvajes”.
El espíritu no dice unitarios, en realidad no sé a quiénes se dirige. Pienso
que se refiere a aquellos jóvenes irredentos, rebeldes a la autoridad, como los
que hay hoy en día. ─ y agregó ─ Ustedes no solamente tienen hijos pequeños,
sino también un adolescente insensato. Siempre lo veo cuando sale para la
facultad con sus crenchas sobre la espalda sin desenredar. Pienso que es un hippie. ¿Usted está segura de que no se
droga? Ni siquiera saluda.
Al escuchar tanta sandez, rápidamente asocié los ruidos que llegaban
hasta mí en la cocina, con las reuniones que mantenía esta gente extraña en su
casa. Me quedé meditando si serían espiritistas o simplemente locos. Pensé: “¿Por
qué Rosas, si él era un hombre de comienzos del XIX?”.
Tanta fue su insistencia para que conociera su casa que cavilé: “No pasa
nada si entro unos segundos”. Pese a la canícula, un sudor helado recorrió mi
cuerpo. Cruzamos la puerta del patio que era una de las entradas. Soy consciente
de que no puse obstáculos y que, paso a paso, recorrí la distancia que separaba
el patio de los cuartos interiores. Él me llevaba como a una sonámbula. Las
habitaciones eran tres y había otro pequeño recinto que daba a un vestíbulo por
el cual se salía a la calle. Avizoré que la casa tenía dos entradas. La
distribución era muy extraña. Todo daba al patio, hasta la cocina. En cuanto
entramos el vecino llamó a su mujer:
─ ¡Berta! Vení que tenemos visitas.
Entreví su figura en medio de las tinieblas. Ya había oscurecido. La
noche había caído y no había más que una luz mortecina, que iluminaba levemente
las baldosas ocre del suelo.
Entramos en una habitación, luego en otra y luego en otra, hasta llegar a
ese pequeño recinto en el cual no había más que una mesa y una lamparita, que
le daba al lugar un aire espectral. La luz era muy tenue y esparcía una
iluminación rojiza. Pensé: “¡Qué raro! Los ojos de Berta, negros antes de
entrar al cuarto, con esta luz parecen casi rojos”.
Había una mesa con una insignia
punzó y no sé cuántas sillas. Por momentos me obsesionó la idea de quedar
atrapada allí y no poder marcharme. Berta intentó entrar en trance, pero yo
sabía que esto es imposible cuando el visitante no es creyente. No podía dejar
de mirarla y de pensar que todo era una patraña.
Les dije que me iba, que estaba apurada, que tenía que cocinar, que mi
esposo estaría ansioso y desanduve el pasillo que daba a las piezas hasta
llegar a la cocina y salir nuevamente al patio. Con sorpresa, vi tres soldados
uniformados que montaban guardia.
Recordé a los confederados de Rosas. Parecían fuera de cualquier época, sin edad. Los saludé
con horror y no respondieron. Ellos me dejaron una impresión que aún quisiera
olvidar. Cuando atravesé la puerta de mi casa no quise hablar una sola palabra
con mi marido. Estaba obsesionada con lo ocurrido. ¿Qué pasaba en la casa de al
lado? ¿Quiénes eran los uniformados? Esa guardia de uniforme inquietaba y me
hizo sentir, en contraste con la serenidad de mi hogar, un temor difuso. Muy
inquieta, pensé ¿Cómo evitar, a partir de esa extraña visita, no enmudecer de
terror al escuchar los ruidos detrás de la heladera? No debía poner el grito en
el cielo por la locura de los otros.
Después de unos minutos, cuando entré a la cocina, la sensación ingrata
de miedo desapareció. Tal vez fuera el aroma fresco de las especias,
desparramadas sobre el apetecible lechón, lo que me animó a seguir con la
tarea.