jueves, 25 de octubre de 2018

Aspirante a burgués


Un domingo, mientras comíamos el asado de rigor del mediodía, mi padre nos preguntó si nos gustaría mudarnos a un barrio más elegante. Era tan banal lo que decía que nos sorprendió; revelaba un aspecto desconocido de su carácter. Moví la cabeza con un gesto de rechazo y mi hermana, de tan sólo once años, le dijo llanamente que ni se le ocurriera. Demoré unos instantes en contestarle y farfullé, haciendo un esfuerzo, unas cuantas palabras negativas respecto a esa idea que me pareció totalmente estrafalaria. ¡Nos sentíamos tan bien en nuestra casa! Silvia y yo teníamos nuestro propio cuarto y mis padres el suyo. Lo concreto era que toda la familia vivía cómodamente.
¿Por qué nos había preguntado eso? Lo intempestivo y autoritario de su voz me produjo inquietud. Quería explicarme a mí misma lo que tal vez no tenía ningún tipo de explicación.
Obligada a seguir con mis cosas, intenté tranquilizarme pensando que él aún no se había decidido por ninguna mudanza. Su fijación por otro entorno parecía tonta y además comprometía a toda la familia.
En la comida de la noche encontré a mi padre diferente; se lo veía más contento que de costumbre. Le dirigí una mirada inquisitiva intentando adivinar sus pensamientos. Me di cuenta de que seguiría insistiendo con la idea de mudarse a un lugar mejor. Alzó la vista del plato y nos dijo:
¿Conversaron sobre mi propuesta?
¿Podría ser que mi padre fuera víctima de una neurosis de escalamiento social? Mi mamá no decía nada, miraba la escena como si fuera un diálogo de fantasía. Sólo murmuró algunas palabras sueltas y se calló ante el gesto autoritario de papá. Por el contrario, él nos habló con una seguridad que me pareció ficticia:
—A ustedes, chicas, les resulta difícil entender que yo quiera que nos mudemos si estamos tan bien acá en el barrio. Pero aunque no lo puedan creer mi decisión ya está tomada; además, no sé por qué hay que discutir todo en familia. Estoy convencido de que es lo más conveniente para todos.
—No sé en qué barrio estás pensando —le dije—, pero si es en alguno de los alrededores de Buenos Aires, desde ya me parece una locura.
—No te preocupes, Martita, pensé en algún lugar en el centro. Hace unos cuantos días vi un aviso de un departamento en la zona de Recoleta que me pareció adecuado.
—Pero, papi, yo ya tengo veinte años y siempre hemos vivido en las afueras. Villa Pueyrredón no está tan lejos. —Agregué casi descompuesta—: No nos podés hacer esto. Ya nos acostumbramos a vivir acá.
Como ni se inmutó, me levanté y escruté su rostro. Era evidente que no tenía el más mínimo interés en discutir conmigo. Su proceder me enojó aún más. Indudablemente le éramos indiferentes.
Para no quedarme callada, le dije:
—¿Qué te pasó por la cabeza para que quisieras optar por la elegancia? Parece un tema poco serio.
Mi padre hizo un gesto de desprecio hacia mí y dirigiéndose a mi madre le dijo:
—¿Qué le pasa a ésta que no quiere pertenecer a un mundo mejor?
Pasaron dos semanas desde aquella noche en que mi padre se mostró tal cual era: un hombre ambicioso que lo que más quería era ascender socialmente sin importarle lo que pensaran su mujer y sus hijas.
Cada vez me molestaba más cuando lo oía decir que vivíamos en tiempos de cambio, que el dinero iba y venía y que se vendían inmuebles sin mayor inconveniente. Se ponía cargoso con esos temas y hacía hincapié en las comisiones que recibía.
Un día escuché a mi madre decirle que el problema no estaba en mudarse sino en lo que implicaba semejante movida. Yo estaba segura de que en ningún momento pensó en hacer un cambio de esa naturaleza, pero por otro lado era incapaz de contrariar a su marido.
—No estoy segura de que nos vaya a ir bien. Ramón, tené en cuenta que las chicas han ido desde el jardín al colegio estatal cercano al lugar donde vivimos —le dijo mamá y luego agregó—, la que me preocupa es la Silvia que tiene todos sus amigos en el barrio. 
Quise conversar este tema con mi amigo de la infancia, Pedrito. Él era hijo del carnicero del barrio. Él sabía, por lo que yo le había contado, que mi padre también había trabajado desde joven como carnicero hasta que pudo terminar su secundaria y entrar como empleado en una inmobiliaria de Liniers.
Una tarde de domingo, en que estaban papá y mamá tomando mate en el patio, le oí decir a ella, sacudiendo la cabeza dubitativa, que no se sentía optimista y que pensaba que nunca era bueno para los hijos ascender de esa forma en la escala social.
—¿Cómo se te ocurre pensar que podemos vivir en la Recoleta?
Mi papá la abrazó y le dijo:
—Querida, es muy importante hacer un cambio. Convencete que estamos viviendo en un país en que esto se puede hacer. Acá hay movilidad social.
—Es cierto lo que decís, pero no me puedo hacer a la idea.
—Mirá, Rita, acá muchos de los hijos de inmigrantes siguieron estudios universitarios. Yo no lo pude hacer. Pero vos bien sabés que trabajando en la inmobiliaria gano bastante plata. Siempre quise vivir de otra manera y que mis hijas frecuentaran otro tipo de ambiente. Es una excelente oportunidad. Me contaron en la oficina que este departamentito era propiedad del hijo de un hacendado de prestigio.
Mamá se limitaba a escuchar, pero lo miraba con desconfianza.
—Con sólo tener una carrera universitaria no se logra nada. La gente de nuestro barrio se tranquiliza pensando que sus hijos puedan estudiar en la universidad o dedicarse al comercio —dijo papá con tono seguro—. A ninguno de ellos les preocupa el ambiente en que se mueven.
Mamá se apresuró a contestarle:
—¿Por qué no pensás que hay vecinos nuestros que son médicos, abogados, escribanos?
Me gustaron las palabras de mamá, me parecieron lógicas. Ella siempre había tenido sentido común; era una intuitiva. En cambio, si bien a mi padre lo admiraba porque trabajaba con ahínco, tanto mi hermana como yo sabíamos que era fantasioso y que en algunos momentos fabulaba.
Al día siguiente, noté que estaba un poco nervioso. Caminaba alrededor del patio sin parar. Cuando se detuvo, empezó a hablar sin ton ni son y volvió al ataque con la idea de la mudanza.
—Querida, si no tenés intenciones de darme una mano, yo me voy a ocupar —dijo.
A la nochecita, mamá trató de aclararme algo de lo que pasaba en la cabeza de mi padre.
—¿Sabés una cosa, Marta? Ramón está cegado. No quiere entrar en razones. A nosotras no nos queda otra que aceptar. Cuando él decide hacer algo, no se lo puede contradecir.
Cuando me llevaron a ver el nuevo departamento, papá estaba eufórico. Mamá y yo no teníamos buena cara, mientras que a él se lo veía muy satisfecho con su elección. Durante el recorrido, trató de resaltar lo conveniente que sería vivir en ese lugar. Yo estaba anonadada. Fue una suerte que estuviera sola, mi hermanita se había quedado en casa. Pensé que mis padres, pese a la leve resistencia de mamá, se habían puesto de acuerdo. Además, qué podía hacer yo para convencerlos de que la elección que ellos habían tomado era un error. No tenía sentido contrariarlos, no quería amargar a mamá.
Lo trastocado de los ambientes me impactó. La manera en que estaba repartido el espacio en cincuenta metros cuadrados era arbitraria. Habían tirado paredes sin criterio. No sé cómo describirlo. Se ve que los anteriores dueños al tener ese departamento tan viejo pero tan bien ubicado decidieron convertirlo en un loft abierto. No me quedaba la menor duda de que ese sucucho había sido un bulín.
Esa noche mientras comíamos me animé y le dije a papá:
—¿Por qué vivir en ese lugar tan triste y feo?
—Querida, ¿no te das cuenta que está en una buena zona? No sé de qué te quejás si vos vas a viajar mucho menos. Creo que en un mes el departamento estará habitable. Nos arreglaremos bien. Aparte Silvia puede ir a un colegio cercano y relacionarse con gente de otra clase. Ya la veo con su pollerita tableada y el corazón de Jesús bordado en su uniforme y en su blazer.
Luego quedó en silencio, como si estuviera disfrutando inscribir a la niña en un colegio de monjas.
—Me gustaría que fueras más realista. Aunque vaya a la facultad tengo amigos de la infancia en el barrio y esa casa queda lejos —le dije—. No sé cómo te puede gustar. ¿Qué le ves de mejor? Es un mamarracho al lado de la casa en la que vivimos. Es oscuro, es un primer piso que da a un patio interior, sólo en el baño se filtra un poco de luz. En ese balcón no creo que se pueda poner ninguna planta.
Mi mamá hacía silencio. Creo que quería ser cauta con sus opiniones. Lo primero que le escuché decir fue:
—Yo sé, querido, que tenés razón. Es la única manera que las chicas puedan acceder a otro medio, pero voy a extrañar el cantero con las macetas de malvones y la higuera que plantamos hace veinte años. ¿No crees que la hemos pasado bien? Acá nacieron nuestras hijas, jugaron en el patio, hicimos asaditos y comimos los higos negros de la higuera.
—Dejá de ponerte nostalgiosa —contestó—. ¿Qué es lo más importante, Rita? ¿Vivir en las afueras como quiere nuestra hija mayor o vivir en Recoleta?
—Es cierto que ese barrio es otra cosa. Además para vos significa algo importante.
—Fijate, Rita, es otro ambiente. No les interesa que sus hijos estén todo el día en las bailantas y en los clubs de fútbol.
—Yo no estoy tan segura de lo que decís. Cuando “el ambiente”, como vos lo llamás, vea de dónde venimos y cómo vivimos, otro será el cantar… ¿Sabés una cosa? El piso es tan feo que a las chicas les va a costar traer a sus amigos —dijo mamá.
—Bueno, no te preocupés tanto. Sabés que yo siempre estoy a la búsqueda y en poco tiempo nos mudaremos a un lugar mejor.
Mi madre no puso ningún otro obstáculo. La aspiración que mi padre tenía era, sin lugar a dudas, no sólo cambiar su vida sino la de toda su familia. Su prioridad era hacerse de nuevos contactos.
Luego de un mes de idas y venidas por parte de mi madre para el acondicionamiento de la nueva casa, llegamos al departamento un día sofocante de verano. Al entrar, me di cuenta de que la habían pintado con colores claros, intentando que estos no achicaran los ambientes que de por sí eran mínimos. Mamá había comprado algunas plantas ya crecidas para que no se vieran las manchas de las paredes del patio interno y no se había olvidado de las macetas de geranios que tanto nos gustaban. Las instalaron en el balcón francés. Nos había comentado que era muy importante quitarle al piso su aire sombrío y aportarle un clima moderno.
Cuando entramos con nuestras valijas, lo que más me entristeció fue que nosotras y ellos tuviésemos que dormir en un lugar que habitualmente corresponde a una sala. Papá se alejó un poco para mirar la kitchenette y los armarios, y yo le dije a mamá:
—Mami, no quiero ser insolente, pero me parece que todo lo que han hecho es para darle el gusto al viejo y no han pensado para nada en nosotras. ¿Dónde vamos a dormir?
—Bueno, pondremos un futón en el comedor y luego lo cerraremos —me dijo con una sonrisa dibujada.
—¿Y si viene alguna compañera y queremos estudiar?
—Nos arreglaremos. Nosotros también dormiremos en un futón y lo cerraremos en el día para que quede todo convertido en una sala comedor.
—¿Creés que vamos a poder vivir de esa manera? —le dije mirándola con sorna.
Mi padre se acercó a oír lo que decíamos, luego de haber hecho la recorrida con todas nosotras. Lo miré con desconfianza y le dije con tono agresivo:
—¿Te das cuenta lo que hiciste? Encerrarnos en este lugar. 
Sin decir una sola palabra convincente, comenzó a parlotear estupideces.
—Si queremos hacer una fiesta, en este espacio tan pequeño va a ser totalmente imposible. ¿No te das cuenta?
—Bueno, para todo hay una solución: corremos los muebles, cerramos la mesa libro donde comemos y queda todo para ustedes. No sabés cómo les va a gustar. Aparte, entendé hija, que lo más importante es vivir acá. Hasta las palomas tienen otro aire. Fijate, son palomas diferentes, fijate bien, mientras caminábamos hasta acá no nos cagó ninguna. Deben ser distintas a las de Villa Pueyrredón.
Y éste era mi papá. Me tendría que conformar hasta que pudiera irme y dejarlos. Estaba pasmada y los miré con odio a los dos.
De la kitchenette mejor no decir nada. Ellos dijeron que en el armario había lugar para la ropa de todos. Sobre la cocinita colocarían la vajilla de uso diario. Les pregunté qué habían hecho con los platos de loza que les habían regalado cuando se casaron y de los cuales mamá estaba tan orgullosa. Ella, bajando la vista como con vergüenza, me contestó que los guardó en una valija y que estaban bien acondicionados.
La noche en que definitivamente nos instalamos ninguno de nosotros pudo dormir bien.
Todavía era verano y mientras comíamos nos enteramos de que a mi hermanita la habían anotado en la escuela de monjas que estaba a dos cuadras de nuestro nuevo domicilio.
Papá, como al descuido, dijo:
—Chicas, no se les ocurra tirar basura al patio.
En ese día fatídico me reí de él y de su mujer, pero también de nosotras, sus hijas. Pensé, con vergüenza, cómo se les había podido ocurrir que seríamos aceptados. Por mucho tiempo no pude olvidar sus aires presuntuosos cuando decía: “Familia, no se trata de un sueño; la nueva clase a la que vamos a pertenecer brillará en nosotros”.


Del libro El inmigrante y otros cuentos, Enigma Editores, Buenos Aires, 2018.

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